jueves, 28 de mayo de 2009

La verdad sobre los alfajores

Salgo de casa a media mañana, caminando despacio, y me voy internando en el mundo, el mundo de afuera. Lleno de ruidos, de olores, de impresiones de toda clase, y sobre todo de gente que está en la misma que yo, desplazándose por los caminos del afuera. Me pregunto qué hacen por aquí, dónde viven y si en sus casa serán iguales, o si sufren alguna transformación al cruzar la puerta. Me lo pregunto también de mí mismo, y solo puedo responder la segunda pregunta, porque no estoy haciendo nada en particular, y no puedo precisar si soy igual adentro que afuera, aunque imagino que no, porque por empezar adentro estoy en casa y afuera en el mundo, y la circunstancia es parte fundamental de uno mismo.

Llego a una plaza y me siento en el pasto, de frente al sol. Cierro los ojos y siento que me voy llenando de energía. Respiro profundamente. Se me ocurre que es un día tan lindo que no me importaría que fuera el último, y este momento es tan eterno que si fuera el último día no terminaría nunca, podría vivir para siempre colgado de este instante. Estoy en una especie de éxtasis contemplativo y abro los ojos para ver si la gente se da cuenta de esta pequeña revelación.

Frente a mí hay un nenito de unos 7 años. Me mira muy asombrado mientras a su alrededor la gente pasa rápido. Algunos putean por tener que esquivarlo. El sí se dio cuenta. En la mano tiene una caja con golosinas que vende. Le sonrío y lo llamo con la mano. Cuando está junto a mí le pregunto qué vende. Me muestra el contenido de la caja: alfajores. Me llama la atención que venda solo alfajores de fruta.

- ¿Por qué no tenés de chocolate que son los que más come la gente?

- Porque a mí me gustan de fruta.

- ¿Y te los comés?

- Sí, el otro día me comí uno.

Me encanta el criterio. El pibe no se los come, vende de fruta por ellos, los oficinistas apurados que le compran un alfajor, y cuando lo prueban él sonríe, sabiendo que le abrió los ojos a uno más. Le gustan los de fruta, vende de los de fruta, pero no los come, son para compartir su gusto con las multitudes ciegas y sordas que cruzan la ciudad todos los días. Le compro dos alfajores y me vuelvo a casa comiéndome uno. Ya en la mesa del comedor, mientras tomo mates y me como el otro, pienso que la iluminación tiene múltiples caminos, que la verdad que hay más allá pueden ser más de una verdad, y que los agentes que nos muestran que vivimos toda la vida en un mundo de cartón no solo pueden ser los menos pensados, sino que sus métodos a veces nos dejan pasmados, mientras ellos, que tal vez no se sepan portadores de verdad, se conforman con menos de lo que nos dan.

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