domingo, 31 de mayo de 2009

Un paraíso quieto

Cuando éramos chicas pasábamos las vacaciones en el campo. En las noches de invierno mis abuelos nos ponían cinco frazadas. Nos convertíamos en una especie de mole sin movilidad, entre el colchón, las frazadas, las bolsitas de agua caliente y la estufa.

Mi abuelo solía llegar a la casa con un ladrillo, coleccionaba ladrillos. Ladrillos rotos, ahuecados, sólidos, en buen estado ¡ladrillos… en fin! mi abuela se enojaba. Los ladrillos iban a parar al fondo del patio.

Mi abuela prepara una sopa, una combinación que solo degusto en casa de mi abuela. A la siesta mi abuelo duerme. Luego con mi abuela pelamos naranjas en el fondo del patio. Hablamos mientras saboreamos las naranjas en un banco viejo de madera. Aquí la siesta es quieta, cerrada, se oyen algunos pájaros, se mueven algunas hojas, “somos felices”. Todavía la niñez nos tiene entre sus manos, todavía no tenemos grandes miedos, ni fobias, ni stress, ni sabemos del trabajo y sus responsabilidades.

La siesta dura una eternidad, es un paraíso quieto. El aroma a naranja perfuma el galpón que todavía no es viejo, las plantas apenas se mueven, el sol del invierno nos cobija.

La siesta termina cuando se levanta mi abuelo a cebar unos mates “los chicos no toman mate”, “es cosa de adultos”. Prepara unos rigurosos mates con todo su equipo, el mate es una ceremonia que repite de mañana y de tarde, un proceso en sus diversas etapas.

Luego el abuelo se enferma. Padece una larga enfermedad, muchos años queda postrado. La casa ya no es la misma. Cuando el abuelo muere, hace frío. Su ausencia se siente. Acompaño a la abuela, me voy a vivir con ella un tiempo, hasta que mejora.

Mi abuela y yo volvemos al fondo del patio en invierno; recreamos la niñez, hacemos asados, reímos, somos felices a la siesta. En el fondo del patio, en el galpón observo a mi abuela, le saco fotos con el celular. Mientras miro hacia atrás me pregunto: - ¿crecer… para qué sirve?

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