jueves, 2 de julio de 2009

Orillero

No era de hablar mucho ni de meterse con nadie. Había crecido en el barrio desde los once años y lo conocían todos. De chico la droga y las compañías lo habían mandado en la ruta de las tumbas. Se escapó de la última a poco de cumplir dieciocho, y al tiempo ya estaba de vuelta en las calles anegadas, pero no andaba en ninguna. Más que cualquier otra cosa, el David quería estar afuera.

Volvía al barrio de madrugada, luego de diez horas de limpiar un frigorífico. Casi siempre encontraba a los pibes y tomaba algo de vino antes de ir a dormir, evitaba la base porque no tenía mucho tiempo para descansar, pero cuando había merca rara vez se negaba. El David no era muy vicioso, ya hacía tiempo que estaba casi limpio.

Los nuevos vecinos, los hijos de los nuevos vecinos, lo tenían de punto. El no era agresivo, pero todos recordaban las épocas en que, sacado, se peleaba casi todos los días. Antes de enderezarse, se sabía por su banda, porque él nunca habló de eso, abandonó en unos adoquines mojados de Liniers a un boliviano que nunca se supo si sobrevivió.. Todo eso no lo sabían, o no les importaba, a la nueva camada de rastrillos del barrio, que lo provocaban al verlo manso.

Esa noche había merca. Se quedó tomando hasta las cinco y siguió para su casa cuando los pibes se fueron de joda a la ruta. Dos cuadras antes de llegar tres guachos en una esquina empezaron a boquear a los gritos, llamándolo por su nombre y acusándolo de gato y de comerse siempre los mocos. El David hubiera podido desviar por la bocacalle, o meterse en el baldío que daba a la remisería. Pero siguió caminando hacia donde estaban los giles que seguían amenazándolo.

El David no era de amenazar.

Ya no pudo volver al barrio, donde lo esperan para cobrarse un alto precio por esos que no valían nada. En realidad no puede volver a Buenos Aires, porque tiene pedido de captura. Hoy el David sigue aprendiendo a caminar, pero por otros caminos.

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