domingo, 19 de julio de 2009

Resistencia

Cayó la noche. Los cuatro que estamos en el refugio improvisado en el bosque no hablamos ni nos movemos ni cerramos los ojos desde hace horas. Al mediodía entró el enemigo en el pueblo. Hace tres días nuestro ejército, que por dos meses dispuso de los bienes y las personas a sus anchas con la excusa de la guerra, se retiró apresuradamente declarando a las autoridades civiles que la zona estaba asegurada. Hace rato que no suena la artillería. De a poco nos vamos distendiendo y en voz bajísima empezamos a hablar de los acontecimientos del día.

La luna está casi llena pero la tapan de a ratos las nubes. Cubriéndose y vigilando en esa semioscuridad llegó un emisario, un muchacho de trece o catorce años que ahora nos dice que más profundo en el bosque un grupo se está preparando para desalojar al enemigo. Continúa su marcha en busca de desplazados y nosotros seguimos sus indicaciones hacia la zona más profunda y tupida del bosque. Tenemos que llegar antes de que amanezca.

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Hace una semana que estamos en el bosque y cada vez somos más. Los que huyen del pueblo nos relatan que es escenario de atrocidades que además detallan. La indignación hace hervir el campamento.

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Una vez por día, siempre a las cuatro de la tarde, una patrulla inspecciona el bosque. Un camión enorme con más de cien soldados sale por la única carretera. Los soldados se van distribuyendo a lo largo del camino cada diez metros, y avanzan peinando un sector del bosque. A veces se escuchan gritos y disparos, y entonces sabemos que el enemigo le ha ganado a nuestros muchachos que siguen recorriendo la espesura por la noche en busca de refugiados. Ese camión es clave en nuestro plan.

Esos mismos muchachos, unos treinta jóvenes escurridizos de entre once y veinte años, se han ido colando en el polvorín, algunos ganándose la simpatía de los soldados. Cuando tengamos suficientes explosivos, vamos a volar la escuela donde ha hecho cuartel la oficialidad enemiga

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Hoy nos despertamos con la noticia de que habían matado a cinco de nuestros jóvenes agentes mientras robaban explosivos. Ha llegado el momento. Los últimos detalles del plan han sido improvisados y esta noche seremos libres. Se me ha asignado una función en el plan.

Me entregan una pistola y un uniforme enemigo. Conseguir esos uniformes fue una proeza de ingenio del relojero del pueblo y de audacia de los cuatro niños que instalaron las trampas, atrajeron a los soldados con piedras e insultos y finalmente desvistieron los cadaveres decapitados. Me visto y me reuno con los otros dos enviados. Los veo sucios y desprolijos en sus uniformes y me doy cuenta de que no vamos a pasar desapercibidos entre los relucientes soldados rapados.

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En la carretera, el sol que va escondiéndose inunda la caja del camión y me encandila. Estoy con un compañero y varios kilos de explosivos. No sé cuántos. Tampoco sé cuánto hace falta para volar un cuartel general. O una escuela. Yo tengo la libertad de saltar del vehículo antes de impactar. El chofer no. Pero falta mucho para eso. Primero tenemos que atravesar un kilómetro de carretera con un soldado cada diez metros. A medida que vayan subiendo, los tenemos que degollar con un estudiado movimiento entre los dos. mi compañero le da la mano para ayudarlo a subir, lo imovilizamos y yo lo mato. No podemos disparar para no alertar a los demás. Cuando maté al chofer de un tiro, no tuve dudas. Pero ahora el camión frenó, va a empezar una carnicería que ya me hace temblar. Aprieto el cuchillo en mi mano izquierda y lo escondo detrás de la espalda. Nos acercamos al borde de la caja y quedamos los dos estupefactos. Se acercan caminando tres soldados.

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Ya estamos llegando al pueblo. Con nosotros, cien soldados vivos. Milagrosamente nadie notó nuestra pinta desastrosa, ni el hecho de que no lleváramos fusil. Están todos callados, en posición de firmes, mirando hacia donde el sol ya hace rato que se escondió. Ni siquiera preguntaron por los explosivos que ocupan casi la mitad de la caja y hacen el viaje mucho más incómodo que de costumbre. Parecen autómatas sin voluntad.

El camión toma la avenida principal a toda velocidad. La proximidad de su propia muerte ha hecho perder los estribos a nuestro chofer, que grita incoherencias mientras acelera. Los soldados finalmente despiertan de su disciplinada impavidez y desde afuera llega una voz de alto, seguida de disparos. Varios caen al piso y todos empiezan a gritar. Los que están más cerca de la salida levantan las manos. El camión dobla violentamente y toma otra calle. La reconozco: es la calle de la escuela.

Avanzamos a los empujones y ya varios se han tirado a la calle cuando lo hacemos nosotros. Yo salto primero, ruedo varios metros y me levanto casi en seguida. Recorro con la mirada pero todo es confusión y polvareda y no veo a mi compañero.Me pongo a correr. Salgo a una calle desierta y camino rápida y nerviosamente mientras me acomodo el fusil que pude arrebatar.

Mientras camino, me pregunto si el atentado será efectivo, si podremos matar suficientes oficiales como para debilitar al menos localmente a un ejército enemigo que ya ha conquistado casi todo el país, y que aquí no tiene más resistencia que unos civiles refugiados en el bosque, sin armas y sin preparación. Escucho que arrecian los disparos desde la otra calle. Me doy vuelta y el trueno me tira de espaldas. Desde el piso veo el fuego que crece hacia el cielo. No esperaba una explosión tan grande.

2 comentarios:

Alfajor De Frutas dijo...

Me gustó que el cuento halla sido contado desde primera persona. Es interesante todo lo que se va armando, la desesperación. Es un echo histórico en particular?

agustín

NCH dijo...

No, no, lo fuí inventando. La verdad es que hace agua por todos lados, se me complicaba cada vez más.